martes, 11 de septiembre de 2007

Dios nos krea y nosotras nos frustramos...

Por Isabella Santo Domingo

Publicar mi libro Los caballeros las prefieren brutas ha sido posiblemente una de las aventuras más aterradoras y a la vez emocionantes de mi vida. Desnudar también mis pensamientos, lo que siento y opino sobre temas como la liberación femenina, el sexo, los orgasmos fingidos, el uso y el abuso de los vibradores y la tal “batalla de los sexos”, fue algo así como traspasar la última frontera. Porque de desnudar el cuerpo algo sé. Y gracias a (o por culpa de) la Revista Diners, también lo saben la Asociación Colombiana de Caballistas y el país entero.

Hace algunos años, en esta misma revista, osé subirme desnuda en un caballo para decirle al mundo: “Ésta soy yo, sin disfraces”. De la experiencia me quedaron varias cosas: valentía para afrontar los comentarios maliciosos y las miradas lascivas de quienes no supieron interpretar mi gesto irreverente, según algunos, o provocador, según otros, y liberador, según yo; y también me quedó una fuerte pulmonía. El caballo tampoco me volvió a llamar. Pero es que una cosa es desnudar el cuerpo y otra muy distinta es desnudar el alma. Aquel reportaje fue la primera oportunidad que tuve de defender el papel de la villana ante la sociedad, la primera vez que analicé por qué aparentemente el éxito profesional en las mujeres es diametralmente opuesto a la tan anhelada estabilidad emocional. Y de ahí surgió la idea de escribir un libro. Era 1999 y yo terminaba las grabaciones de Perro amor, una telenovela que me gustó mucho hacer porque me dio la oportunidad de comprobar que la inteligencia es indiscutiblemente sexy pero también que por alguna poderosa razón que aún intentamos descifrar, era sinónimo de soledad.

Mi personaje, Camila Brando, al final y por muy sagaz, por muy deseada, como pasa con todas las mujeres inteligentes perdía la partida y al hombre que se disputaba con una pueblerina sin gracia y sin muchos sesos. Entendí, desde aquel entonces, que la mujer independiente, la estratega a la que interpretaba, era la villana con la que el Príncipe Azul no se podía quedar, pues era una verdadera amenaza social. ¿Como en la vida real? ¿O como en las telenovelas, la mujer inteligente es siempre la mala? ¿Será entonces que a pesar de todo lo que hemos logrado gracias al feminismo, nos hemos convertido en las brujas de la historia porque ese es precisamente el prototipo de mujer de la que los hombres tienden a huir?.

Según una encuesta realizada en el mes pasado en el Reino Unido, las mujeres inteligentes se casan menos. ¿Por qué? ¿Porque tienen menos tiempo y por ende menos oportunidades de encontrar pareja? ¿O porque tienden a dilatar el tema del compromiso por no perder su preciada libertad? ¿Por falta de interés, por cobardía, o tal vez porque al asumir erróneamente el feminismo con cierto aire revanchista nos hemos vuelto literalmente insoportables? Sea como sea, las mujeres modernas ya no se casan tan fácilmente como antes. Y no es que nos hayamos conformado con nuestras vidas llenas de logros laborales pero vacías en el aspecto sentimental. Es que hemos perdido la humildad. Hemos perdido la habilidad de bajar la guardia y admitir que al final del día seguimos necesitándolos. Sí, porque una pareja bien administrada no sólo sirve para competir sino también para compartir. Para conversar, hacernos el amor, abrigarnos cuando sentimos frío, apoyarnos cuando estamos tristes, para reír, para llorar, para irnos a dormir juntos, abrazados. Y sobre todo, sirve para lo más importante: hacernos sentir protegidas.

Esto lo aprendí un poco tarde, cuando a varios buenos prospectos ya los había desechado por detalles ínfimos: no es muy gracioso, o por el contrario, es demasiado payaso, no gana tanto como yo, no viaja tanto como yo, no tenemos los mismos amigos, no piensa como yo. ¿Excusas cobardes? ¿Un pánico incontrolable al fracaso? ¿Soberbia, tal vez? Pero ahora que lo pienso mejor: ¿ser como yo?, ¿y eso qué gracia tiene? ¿Trabajar todo el día, desayunar por ventanilla en el Mac Donald’s más cercano porque nunca tengo tiempo para hacerlo en casa? ¿Vestirme en el ascensor porque siempre voy tarde para atender algún compromiso laboral? ¿Maquillarme dentro del vehículo cuidándome de no quedar estampillada con todo y carro contra un poste, de camino al trabajo?
Fue entonces cuando entendí que el ama de casa es aquel ser privilegiado, tan subvalorado por nosotras las prepotentes mujeres modernas, que se da el lujo de desayunar y quedar desocupada. Esa que aún puede tener hijos y verlos crecer sin afanes. Esa que antes que nada se siente mujer y que aún goza de la habilidad de disfrutar lo mucho o lo poco. La que no se complica la vida haciendo la fila en el banco para pagar los servicios. La que no tiene idea de qué significan siglas como Codensa, Emsirva o E.P.M. pero que domina a la perfección otros, decididamente más atractivos en términos femeninos, como Gucci, Prada, DKNY… La que decimos que no queremos ser pero que en el fondo envidiamos por haber logrado lo que nosotras, con todo y nuestros triunfos, no conseguimos: estabilidad emocional.
¿Qué es lo que está pasando allá afuera para que se haya vuelto tan difícil aceptar la sola idea del compromiso? El problema tal vez no son ellos sino que lo somos nosotras y en lo que nos hemos convertido. El problema radica en que el prototipo de hombre contra el que luchamos, por defender nuestros derechos, es el mismo que le pidió a Dios que sacara a Eva de una de sus costillas, el que descubrió América, el que peleó batallas en continentes lejanos, el que le pone los cachos a su mujer en la película que vimos en el fin de semana. El hombre no ha cambiado. Nosotras sí.
¿Será entonces que nos conviene más bien crear un nuevo movimiento, algo así como Machismo por Conveniencia? ¿Un movimiento en el que uno finge que no es tan inteligente ni tan capaz ni tan útil a la sociedad, y en contraprestación ellos nos mantienen? No nos digamos mentiras, hay dos formas básicas de vivir la vida: cómoda o incómodamente. Es decir, mantenidas o asalariadas. Lo fundamental es definir a tiempo qué es lo que se quiere.
La liberación femenina, basada como lo está en la libertad económica, no es otra cosa que una especie de esclavitud mejor disfrazada. ¿En qué nos metimos? ¿En qué nos embarcamos?

¿Qué fue lo que no entendimos bien? ¿Para qué quitarles a ellos la mitad de las responsabilidades que históricamente han tenido con nosotras desde que Dios creó al hombre y nos sacó de una costilla? Si recostarse viene de costilla, y recostarse sigue siendo lo mismo que lo mantengan a uno, ¿por qué entonces asumir obligaciones ajenas y cambiar nuestros beneficios por sobregiros, deudas y préstamos hasta para hacernos un triste manicure? ¿Para qué embarcarnos en la tarea de suplantarlos en sus obligaciones hacia nosotras para demostrarles que somos igual de capaces a ellos? ¿Capaces de qué? ¿De pagar las cuentas? ¿De no disfrutar a nuestros hijos por estar siempre ocupadas en el trabajo? ¿De vivir frustradas y solas, sin una pareja estable y capaces de enfrentarnos a ellos en una batalla territorial sin cuartel, una guerra, la única en el planeta en la que, aunque sangrienta, de igual manera terminamos durmiendo con el enemigo? ¿De qué es de lo que somos capaces que nos ha salpicado la vida con tanta soledad?

¿Qué fue lo que hicimos? ¿Darles más espacio, tiempo y parte de nuestro dinero para que a ellos les sobrara todo lo anterior, y más, para que pudieran tener hasta moza? Parte del problema es que nos hemos acostumbrado tanto a competirle a la pareja y a tratar de ganarle, que a la vez hemos aprendido a mirarla por encima del hombro. El hombre que aspire al amor de una mujer independiente debe superarla en todo el sentido de la palabra, y más que nada en el económico, como condición para poder admirarlo. ¿Luchar por conseguir las mismas metas que nosotras, y encima de todo tratarnos como doncellas desvalidas? O se es la doncella o jugamos el papel del dragón secuestrador de princesas, pero ambas cosas no se puede.
Por eso se han popularizado tanto las mozas en estos tiempos. Porque ellas, tal vez las más inteligentes de todas las mujeres, juegan a la perfección su papel de mujeres desvalidas y vulnerables, y no nos digamos mentiras, a los hombres les encanta que los necesiten. Es que no hay mujeres realmente brutas. Las más inteligentes de todas son las que fingen que no tienen sesos ni para llegar a un orgasmo. A ellas no las dejan, con ellas se casan. En cambio, las que con orgullo despliegan toda su modernización, las que dictan cátedra hasta para hacer el amor, las que compran el kit completo de Kama Sutra y se muestran muy exigentes, a esas les huyen. Y es que ningún hombre quiere que cualquier tipo de experiencia sexual se convierta en todo un ritual de iniciación.
Tampoco les gusta enredarse con la que bien puede acabar con su reputación sexual al sentirse intimidado por ella. Prefieren, eso sí, quedarse con la que creen que puede, más bien, dar testimonio, juramentado si es preciso, de sus habilidades y destrezas sexuales, así sean nulas.
Los caballeros las prefieren brutas no es más que una propuesta de negociación. La humanidad está en un interesante momento histórico en el que los hombres, gracias a nuestra rebeldía, ya probaron lo que era calentarse ellos mismos la comida en un microondas, y no les gustó; en el que las mujeres ya probamos lo que era trabajar, ganar nuestro propio dinero y pagar nuestras propias cuentas, y tampoco nos gustó. Entonces mi propuesta es: negociemos. Sí, queremos que nos mantengan.
Inconformes como hemos sido las mujeres a lo largo y ancho de la historia, pues es casi una condición genética, siempre queremos lo que no tenemos. Si somos flacas, queremos ser más voluptuosas. Si somos solteras, queremos casarnos. Si estamos casadas, queremos divorciarnos. Y eso sí, siempre nos gusta más la muñeca de nuestra amiga, y cuando crecemos nos gusta más el novio de la otra, así después comprobemos que el nuestro era tal vez mucho mejor. Nos acostumbramos a desear lo ajeno y a quedarnos al final con las manos vacías, y a frustrarnos en el intento. Hoy, como conclusión, admito que a lo mejor no soy tan inteligente como alguna vez creí serlo. Si fuera al contrario, la frecuencia en la que sintonizaría mi vida no sería AM (Asalariada de Mierda), sino más bien FM (Felizmente Mantenida). ¿Usted en cuál frecuencia está?